martes, 1 de septiembre de 2015

Y EL “BUEN” MANDO LE DICE AL SUBORDINADO: ¡PÓNGASE FIRMES, QUE VOY A CORREGIRLO! DEME SU PAPELETA DE SERVICIO (ANOTACIÓN: “PROVIDENCIO”)


       Hace poco leí en un foro social algunas consideraciones sobre el ejercicio del mando en la Guardia Civil. La mayoría comentarios juiciosos, algunos vertían críticas a determinados mandos sobre su modo de actuar, otros añadían que habían conocido durante el transcurso de su vida profesional a algunos que eran buenísimas personas; en fin, comentarios de todo tipo; sin duda todos unidos bajo el nexo de un profundo amor al Cuerpo, sobre todo del colectivo de retirados.
         ¡Póngase firmes, que voy a corregirlo! En mi carrera profesional, me han “corregido” (dicho de otro modo, me impusieron la disciplina militar) hasta en tres ocasiones. En la papeleta de servicio, el mando de turno consignaba las famosas palabras: “Providencio” (en argot popular “Prudencio”; algo de broma también hay que sacarle al asunto, ¿no?). Cuántas veces hemos oído los que hemos pertenecido al Cuerpo esas palabras de boca de algún Mando. Cuando un “superior” se dirige a su “inferior” (de verdad, muchos así calificaban a los subordinados de su Unidad). Y es que no sé vosotros, pero en demasiadas ocasiones la delgada línea que separa la imposición de la disciplina del abuso de autoridad, a mi juicio, no estaba demasiado clara. Quizá eran imaginaciones mías, pero un estudio psicológico de muchos de esos “mandos” darían resultados vergonzantes: fobias, frustraciones, complejos, desviaciones sexuales…

Un poco de ficción: en la novela, cierto general está a punto de “merendarse” a un capitán –situación poco corriente, desde luego, ya que los sufridores habituales siempre han sido los guardias-. Les dejo una muestra en el pasaje de la novela.

LIBRO SÉPTIMO, CAPÍTULO IV

(…)

Momentos antes de las seis de la tarde, en la puerta de entrada de la Comandancia, el Coronel aguardaba junto al capitán Cabrera la llegada del general con inquietud, ambos ataviados con el uniforme reglamentario. Santalices conocía bien a Alberto Ulla. Y sabía que no acudía con buenas intenciones. Mientras esperaba, hacía memoria del individuo al que dentro de poco tendría que enfrentarse. ¡Menudo personaje! Los veinticuatro cadetes que componían la promoción XXXIVI de la AGM no tardaron mucho en saber quién era Ulla. En un grupo tan reducido de hombres condenados a convivir juntos las veinticuatro horas del día durante cinco años, al final todos acaban conociendo los detalles de la vida de los demás.
         Ulla procedía de familia adinerada originaria de Toledo. Su padre, don Jaime, prestigioso notario y alcalde de la ciudad durante más de quince años, deseaba que alguno de sus dos hijos varones hiciera carrera militar. Como su hijo mayor se hizo Notario, el patriarca removió sus contactos para que el pequeño Albertito −un chico que, pese a su inteligencia, no gustaban demasiado los estudios− ingresara en la Academia General tras finalizar el bachillerato a trancas y barrancas. Así, Alberto ingresó en la élite de la milicia sin tener preparación, ni vocación. Solicitó el grupo de la Guardia Civil porque su padre amaba la Benemérita.
         Como era de esperar, a Ulla la estancia en la Academia se le hizo insufrible, rondándole la idea de abandonar en numerosas ocasiones. Sin embargo, era superior el miedo a la paliza que le proporcionaría su padre si se le ocurría aparecer por casa, que permanecer en un lugar donde la disciplina, el esfuerzo, el estudio y el trabajo estaban acabando con él. Pero cierto día hizo el “descubrimiento”, providencial, que cambió su vida. La forma de encajar en aquel mundo castrense que tanto detestaba. Una deformación del concepto de la disciplina premiaba la delación en la milicia. Y él disfrutaba con esa práctica. Desde bien pequeño se chivaba a sus padres de las travesuras de sus hermanos, luego en el colegio ponía en evidencia a sus compañeros ante el profesor de turno. Y en el Ejército, ¿quién se lo iba a imaginar? resultó que se daba cancha a los chivatos, muy apreciados por la Superioridad. Además, le confería estatus de inmunidad. Ser un buen delator que hiciera llegar noticias frescas, raudas y puntuales al Mando, fue su manera de sentirse vivo, de ser alguien con poder real.           
         Ningún cadete podía dar el más mínimo paso en falso (en la Academia cualquier infracción, aún la más simple, se castigaba con privación de libertad, sin poder salir festivos y fines de semana) tanto en su presencia como en su ausencia, si llegaba la primicia a sus oídos; noticias que llegaban velozmente a conocimiento de los oficiales, traduciéndose inmediatamente en arresto para el infeliz acusado por el dedo acusador de Ulla. Se hizo temido y odioso entre sus compañeros. Nadie le hablaba, nadie se sentaba a su lado, ni participaba con él en las actividades académicas. Pero todo aquello no le importaba porque disfrutaba de la protección del Mando. En cierta ocasión, sus cinco compañeros de camareta −entre los que se encontraba Santalices−, aprovecharon aquel fin de semana para darle un escarmiento. Cuando los demás salieron aquella tarde al pueblo, los cinco permanecieron en la Academia y arrojaron la taquilla del chivato desde la ventana del segundo piso hasta el patio de armas. Les costó lo suyo desaparecer del lugar para trasladarse corriendo hasta el gimnasio sito en el edificio colindante, siendo imposible probar su autoría; no obstante, todos en la Academia sabían que se trataba de ellos. Los Jefes, a pesar de no poder demostrarlo −en la milicia hay que probar la inocencia−, los arrestaron con un mes sin salidas porque algo así no podía quedar impune en un lugar de tanto prestigio.
         Y es que no existía bien más preciado en un internado que el escaso tiempo libre para salir a pasear por Aranjuez, o los fines de semana a casa. Si el arresto era merecido porque te pillaban, el castigo se aceptaba, pero si procedía del chivato, viéndote recluido en las paredes del cuartel cual preso, se hacía difícil no tomarle manía.
         Cuando acabaron la formación académica, Santalices y los demás sospechaban que Ulla utilizaría su habilidad especial para ganar favores. No se equivocaron: el teniente Ulla, hombre que abominaba la acción y detestaba estar al frente de una Unidad, se las apañó para colocarse en su ubicación natural: Asuntos Internos. Como pez en el agua, investigar la vida privada de los guardias civiles, escudriñando hasta el más mínimo indicio de irregularidad, le provocaba esa íntima satisfacción de poder y placer, recordándole sus días académicos como chivato oficial. Entraba casi en trance cuando descubría cualquier infracción al Régimen Disciplinario en alguna de sus “víctimas”. Como, por ejemplo, aquel guardia que descubrió cobrando recibos de una aseguradora para complementar su escaso sueldo; o aquel sargento casado sorprendido con una prostituta en un club de alterne, o aquel teniente jefe de línea que se ausentó de su lugar de destino para ver a su novia y tuvo un accidente de tráfico fuera de su demarcación… Nimiedades que en la vida civil no implicaban consecuencia alguna al común de los mortales, pero que en un Cuerpo de carácter militar eran castigadas con penas incluso de privación de libertad. Las infracciones realmente graves, como la implicación de agentes en redes de droga o ilícitos penales no le producían satisfacción, aunque conllevaran aparejada la expulsión del Cuerpo. Disfrutaba con ese catálogo de transgresiones “leves” o “menos graves”, porque le recordaban los arrestos cuarteleros que amargaban la vida de sus compañeros.
         Cuando ascendió a comandante y se hizo amigo de Algaba, supo que llegaría alto. Gracias a su amistad con el socialista, se aseguró plaza en Asuntos Internos al ascender a teniente coronel, y posteriormente, momentos antes de gobernar el PP, su ascenso a Coronel como jefe de la Unidad. Lugar donde permanecería hasta que Algaba lo llamó de nuevo. Como todo hacía suponer, no hubo más que esperar a que gobernasen de nuevo estos últimos para que su amigo lo impulsara al generalato, y colocarlo en la Jefatura de Información.


miércoles, 3 de junio de 2015

LA PROMOCIÓN DE TENIENTES DE LA GUARDIA CIVIL DEL “TRES Y MEDIO”


         Hay que ver cómo han cambiado los tiempos. Ahora, cualquier aspirante que intente el ingreso como guardia civil tiene, como poco, formación de bachiller superior. Lo más normal es que casi todos los jóvenes que lo intenten posean estudios universitarios en sus curriculums.
         Qué recuerdos nos traen a todos el paso por las Academias. Mi promoción fue inusual. Echo la vista atrás un poco antes de abordar el contenido que da pie al título.
         Con rostro de corderos degollados −y dejando al margen los más sensatos que, nada más ver el patio de armas, dieron media vuelta y se marcharon al ver tan lamentable espectáculo­−, alrededor de ochocientos guardias-alumnos ingresamos en septiembre de 1981 (Promoción 81).

         Un dato curioso: permanecimos más de dos semanas sin hacer nada, paseando por la Academia, sesteando en las camaretas, visitando el bar. No nos proporcionaban uniforme, no nos informaban de nada, no existían horarios. Eso sí, encerrados en el cuartel. Esperábamos no sabíamos bien qué. Nadie daba ninguna explicación a tan singular modo de existencia en una Academia de la Guardia Civil. ¡Menudo chollo! −decían algunos−, si vivimos como reyes, sin dar palo al agua.
         Pero los comentarios de un sargento aquí, un teniente allá y otro capitán acullá, nos hacía sospechar a algunos que aquello no era normal: “Si pensáis que esto es la vida académica, estáis muy equivocados”. Efectivamente, una vez solucionado el asunto político al que me referiré a continuación, nos dimos cuenta realmente dónde nos habíamos metido.
         ¿Qué ocurrió? Pues los que, al cabo de los años, indagamos sobre el particular con curiosidad, nos enteramos de lo sucedido: estaba muy reciente el golpe de estado del teniente coronel Tejero –febrero de 1981−, y el presidente del gobierno, Leopoldo Calvo Sotelo, quería suprimir la Guardia Civil. Así, sin más. Dar carpetazo a la Institución creada en 1844. Así que todo lo relacionado con el Cuerpo estaba en un impás de incertidumbre, y respecto a la Academia de Guardias, pues no sabían qué hacer con nosotros.
         Lo que voy a contar pocos lo saben. Mira por dónde el que “salvó a la Guardia Civil” de no ser, desde entonces, un cuerpo civil, unificado con la Policía Nacional, fueron “!los catalanes!”. Mentira, diréis algunos. Pero si no pueden ni ver a la Guardia Civil, y además son separatistas. Pues no, ésa fue la cruda realidad. Los catalanes del grupo Convergencia i Unió, y más concretamente el diputado Miquel Roca, convenció finalmente al Presidente del Gobierno de España que la Guardia Civil debía permanecer como estaba. Por aquel entonces, parece ser que los catalanes aún tenían en estima al Cuerpo. Yo creo que más bien sabían, como excelentes peseteros, que la Guardia Civil era un cuerpo barato y eficiente a pesar de todo.
         Acto seguido, la Academia se puso en marcha. No es mi propósito contar batallitas de abuelote cincuentón. Lo que acontecía en el quehacer diario de un guardia-alumno, bien lo saben todos los que hemos formado parte del Cuerpo. Mientras el comandante arengaba a diario para que compráramos su libro (“Diario de un Guardia-Alumno”), particularmente, desde la perspectiva del tiempo, no puedo más que lamentar las deplorables y miserables condiciones humanas a la que nos sometían. Las humillaciones, las vejaciones y las degradaciones eran constantes. Lamento de los que no piensen como yo, aunque lo respeto. Que conste que siento un respeto inmenso por el Cuerpo, más concretamente, por las “personas” que han pertenecido al mismo. El entrecomillado es para distinguirlo de ciertos “Mandos” o superiores jerárquicos, como se prefiera, que no llegaron nunca a ser personas.

         Vaya tiempos los de la Academia, ¿eh? Lo de menos era aprender algo o formarse como agente del orden, pero ¡ay del que no supiera formar, saludar correctamente o hacer bien la instrucción militar! Todo bastante alejado de conceptos como el honor, la disciplina, el amor al servicio y a España, etc., en mi opinión puestos a la altura del betún por quienes ostentaban la jerarquía de unos galones o estrellas que, −imagino que debían pensar, se los habían colocado por designio divino−.
         En fin, yo quería contar la historia de alguien, de una de esas “personas”, que también tenía la cualidad de “Mando”.
         Jamás olvidaré aquél brigada de Úbeda. Qué buena persona era, y por eso recuerdo su historia con simpatía y cariño. El suboficial, del cual no recuerdo su nombre (miento), era uno de los pocos que no acostumbraba a hacer nuestra existencia miserable, ya que no arrestaba por sistema a los que andábamos corriendo por aquellos patios de cemento, escondiéndonos de ellos (esos Mandos) asustados como conejos a todas horas, intentando no ser cazado ni arrestado por cualquier parida. No sé si alguno de la promoción  recuerda el nombre de aquel cabo que nos tocó padecer (también miento, porque lo sé). Acostumbraba a decir: “!Ven chico, dame tu número, que te voy ahorrar mil pesetas!”.
         El brigada, que se defendía mal con la palabra −y aún peor con la escritura−, no sabían bien dónde destinarlo los Jefes en la Academia, y no vieron mejor salida que ponerlo al frente de aquellas clases donde, en un circuito de arena polvoriento acorde a las instalaciones degradantes donde tuvimos que permanecer seis meses, se daba vueltas con bicicletas y motocicletas, todas cascadas y hechas ruinas. Sí, aún en 1981 había caballos y bicicletas. Los caballos no estaban en mejor estado que las bicicletas y motos a las que me refiero. Me dio cierta pena saber que, a los pocos años, los sacrificaron. Creo que algunos de aquellos caballos estaban a más nivel que algunos “Mandos”.
         En fin, a propósito de la excelente preparación cultural a la que acuden hoy día los aspirantes a cualquier Academia de la Guardia Civil, me vino a la mente escribir sobre la que llamaré la historia del oficial “Fulanito” de la promoción del “tres y medio”.
         La pregunta es obvia: si apenas sabía leer ni escribir, ¿cómo era posible que hubiese llegado tan siquiera a suboficial?
         El brigada “Fulanito” acudía casi a diario a mi clase, al objeto de entrevistarse con uno de nuestros compañeros, a la sazón, nombrado jefe de la clase. Resultaba que el compañero, hijo de un general destinado en la Dirección, era arquitecto. Increíble, pero cierto en aquellos tiempos. Supongo que para la familia del compañero no era plato de buen gusto. El pobre, por cierto, también buena persona donde las haya, con su marchamo de licenciado universitario se había propuesto sacar el número uno de la promoción para ganarse su plaza en Madrid. Un inciso: sólo el número uno de la promoción podía pedir el destino que quisiera (al final, lo consiguió con todo merecimiento, dicho sea de paso).
         Cuando le preguntamos por tan asidua visita del brigada a entrevistarse con él, nos enteramos de que el suboficial estaba pendiente de su ascenso a teniente. ¿Su ascenso? –Preguntamos con sorpresa, pues a nadie escapaba la escasa preparación del hombre-. Sí, respondió el arquitecto-guardia. “Su ascenso a teniente, porque aprobó en una promoción en la que no había suboficiales suficientes para cubrir las plazas por antigüedad, así que tuvieron que rebajar la nota de ingreso, hasta los que sacaron 3 y medio”. Uno de ellos era nuestro brigada motorizado. “No hace más que decirme que le diga a mi padre cuándo va a salir publicado su ascenso en el Boletín Oficial del Cuerpo” –apuntó el arquitecto.

         ¿Y cómo demonios habrá podido llegar ese hombre a retirarse de capitán? –otro inciso, en la época raro es el llegaba a teniente y no ascendía a capitán, pues era ascenso automático por antigüedad-.
         Como seis meses de Academia dan para mucho, al final acabé enterándome de su historia. Esas cosas por las que uno siente curiosidad.
         Hijo y nieto de campesinos, Fulanito a duras penas había logrado ingresar en la Guardia Civil a mediados de los sesenta, porque le costaba horrores aprenderse las cuatro reglas, y sobre todo su particular calvario era la redacción, o sea el dictado. Le tenía verdadero pánico. Cierto día se le escapó que todavía le costaba trabajo escribir la celebérrima frase: “Ahí, hay un hombre que dice ¡ay!”.
         El padre de Fulanito, que no tuvo dinero para darle escuela, fue feliz cuando su hijo ingresó en la Guardia Civil. No paraba de insistirle: “En el campo, el jornal es de una peseta diaria, y en la Guardia Civil, te dan un duro al día”. Su hijo, el del medio de ocho, había triunfado.
         Fulanito, hombre afable, gustaba de conversar incluso con los alumnos. Se quejaba últimamente que los otros suboficiales no le daban apenas conversación –todos sabíamos que porque dentro de poco se convertiría en oficial y había que ir guardando las distancias, pues cuando se asciende, no se sabe bien por qué, la mayoría se transforma en seres superiores: los “Mandos”−. Con toda sinceridad, esos casos habría que ser estudiados con profundidad en Psicología.
         Siete de la tarde, mediados de noviembre de 1972. “¡Me cago en la madre que parió al cabo!”. El guardia segundo “Fulanito”, de treinta y pocos años, estaba destinado en un puesto perdido de la geografía extremeña. Ese día estaba muy cabreado con su cabo comandante de puesto, quien tras un servicio ininterrumpido de veinticuatro horas de “puertas”, no le dio permiso para llevar aquella tarde a su mujer embarazada al médico, y eso que ya hacía una semana que había salido de cuentas.
         El niño estaba a punto de nacer y otra vez le iba a tocar a la pobre parir en la casa-cuartel, −sin agua corriente y un water comunitario para los guardias y sus familias, a excepción del comandante de puesto− como su primer hijo, que ya había cumplido cuatro años. Las demás mujeres de guardias harían de nuevo de comadronas, como venía siendo habitual. Eso sí, siempre y cuando la mujer del cabo diese su consentimiento, que para eso mandaba también.
         Cada vez que el cabo nombraba el servicio para el día siguiente, sobre las ocho de la tarde, siempre bajaba a la oficina “la caba” –que eran como la llamaban- para supervisar en persona el cuadrante, ya que ella debía dar su visto bueno, no sea que tuviera que ir a la compra con determinada “compañera” con la que hacía buenas migas, y comprobar que al esposo de esa última había que dejarle libre, o bien había que escarmentar a algún guardia cuyo hijo se había peleado con el suyo, por lo que habría que nombrarle otro servicio de noche, “para que se fastidie, y sepa que a mi hijo no le pone la manos encima el suyo”. La disciplina hay muchas formas de ejercerla. La mejor, con el cuadrante de servicio. Porque quien mandaba realmente en el Puesto, era la caba, y ¡ay del guardia o alguna de sus mujeres que le llevase la contraria o le cayese mal!, pues hasta que el cabo no corregía al marido, no paraba de insistir.
         Desde los cinco meses del embarazo, Fulanito y su esposa no habían vuelto a visitar al médico. Ya había anochecido y Fulanito estaba temblando, más por el frío que por el insistente pensamiento del inminente nacimiento de su hijo. Y es que había que ver el frío que hacía en aquel maldito monte que le habían asignado de apostadero fijo, del cual “no podía moverse sin excusa ni pretexto”,  pues eso lo decía bien claro la papeleta de servicio. No había siquiera un montículo donde guarecerse del viento gélido que le azotaba el rostro y el cuerpo entero. Y la capa, aunque acogedora, no podía con todo ese frío y viento.
         “El hijo de puta de Benítez me tiene manía” −pensaba una y otra vez Fulanito−. Aburrido, no hacía más que pensar en su mujer y en el futuro de su familia. “En cuanto pueda, pido traslado al puesto de Herrera, que tiene colegio para los críos. Y de ahí no me muevo hasta la jubilación. Además, así no le veré más la cara a ese mamarracho y su mujer”.

         Durante la época eran frecuentes las cacerías de Franco, con su séquito de hombres poderosos del Régimen, alrededor de la afición del Jefe de Estado. Cada vez que se producía una montería/cacería, los guardias de los puestos limítrofes quedaban movilizados y diseminados por los montes, desde veinticuatro horas antes del evento, sin más equipamiento que sus capas, pistola, mosquetón y la comida y agua que pudieran acarrear en las fiambreras (por aquel entonces, no existían radioteléfonos).
         No quiero ni imaginarme el frío y el hambre que debían padecer durante aquellos eventos cinegéticos, y la cantidad de veces que se acordarían de la familia de Franco y sus amigos. Ese día, sin embargo, Fulanito se acordaba más de la familia de su cabo.

         El gobernador civil de cierta capital de provincia alejada del centro, quería ascender en el escalafón particular de los “gobernadores”. No tenía demasiada pasión por la caza, pero se apuntó a todas las que pudo desde que supo que Franco admiraba a quienes abatían buenas piezas, sobre todo algún jabalí o corzo de gran tamaño, y que esa circunstancia era incluso recompensada por el dictador con mejores puestos. Y él era aún muy joven, con un gran porvenir por delante.
         Gobernador civil prometedor se había casado con una joven de buena familia, hija de determinado embajador influyente. Su padre se retiró de coronel, y tanto este último como su suegro tenían depositadas grandes esperanzas en él. Aunque lo habían eximido del servicio militar para no entorpecer su carrera, gobernador demostraría sus cualidades como hombre, pues gracias a su padre sabía de sobras cuán apreciados eran el valor y la osadía por los jefes militares, y sobre todo por el caudillo.
         Llevaba cinco años en su actual destino, pero quería ir cerca de la zona de influencia del poder, es decir, Madrid. “Si pudiera ir a Segovia o Toledo”. Ambicioso, quería a toda costa regalarle a Franco una gran cabeza de corzo o jabalí que adornara alguna de las salas de El Pardo.

         La cacería había comenzado e las cinco de la mañana. Un día excelente para la caza, según los expertos. Aunque los ojeadores habían advertido a los cazadores que no debían alejarse de determinados lugares, y mucho menos separarse del grupo asignado, mucho menos ir solos, el gobernador hizo caso omiso. “Seguro que si me alejo un poco podré conseguir una buena captura”. Sin que nadie sospechara, se apartó discretamente de la compañía de los demás.
         Bien arropado con sus botas de cuero y abrigo largo de piel, divisó un buen sitio, donde confluían determinados caminos por los que, pensó, acudiría pronto una buena pieza. Se apostó, miró un momento el cielo limpio de nubes, y soñó con su inminente ascenso. Las siete y media de la mañana. Un trago de coñac para combatir el frío.
         La suerte del principiante. Al cabo de unos pocos minutos, apareció un corzo, altivo con su cornamenta, un macho magnífico, de casi treinta kilos. “Excelente; aquí tengo mi ansiado ascenso”. Pero la mala suerte del inexperto cazador le jugó una mala pasada. Al proceder a acomodarse la escopeta, olvidó que no había accionado el seguro. Acabó pegándose un tiro en un pie. Y estaba solo. No había nadie alrededor para auxiliarlo.
         La herida no era mortal de por sí, pero impeditiva, puesto que se había amputado varios dedos. Tras aullar de dolor y colocarse como pudo un torniquete a la altura del tobillo, intentó ponerse en pie, ayudándose como muleta con su propia escopeta. Pero el dolor era insoportable, y acabó perdiendo el equilibrio, cayendo de nuevo. Si no recibía auxilio, podía morir desangrado. Su único consuelo era la botellita de coñac, que pronto la acabó para mitigar el suplicio de aquellos punzamientos que, como puñales, recorrían su sistema nervioso.
         Las horas transcurrían sin cesar y por allí no pasaba nadie, ni un alma, ni siquiera animal. No sabe cuántas veces gritó pidiendo auxilio. Durante horas que se le hicieron interminables no cejó de vociferar demandando ayuda. Pero estaba demasiado alejado del resto; además, el fuerte viento hacía difícil que sus voces llegaran audibles a cierta distancia. Un sudor helado empezó a recorrerle la espalda, y eso que el frío era intenso. “Maldito dolor, ¿esto es lo que sentirán los animales cuando no mueren en el acto?” –pensó por un instante.
         La herida no paraba de manar sangre. La última vez que miró el reloj eran las cuatro de la tarde. Se lamentó de su mala suerte, y aunque el riesgo de morir era evidente, lo que se le vino a la mente fue la vergüenza que pasaría la familia por su torpeza. Se acordó de su joven esposa, con la que apenas llevaba casado seis meses. Ella también se avergonzaría de él, y cuántas veces se lo espetó: “Si ni siquiera has ido a la mili, ni te gusta la caza”. Llevaba razón.
         Ensimismado en sus pensamientos, un agudo dolor le recorrió la espina dorsal, y esta vez perdió el conocimiento.
         A las ocho menos cuarto, cuando más apretaba el frío, a Fulanito le entró retortijones de barriga. “Me cago en todo; y no hay ni un puto arbusto donde esconderme”.
         Se acordó de la última vez que dijo que iba a hacer de vientre estando de servicio. Estaba de correrías, como auxiliar de pareja con el guardia Sánchez, ya que este último era más antiguo, de una promoción anterior. Desde aquél día no se dirigían la palabra, porque Sánchez había dado parte de él cuando tardó más de cinco minutos en salir del bar de comer el bocadillo. Tenían diez minutos para almorzar, según la papeleta, y ese día Fulanito tardó cinco minutos más porque le dijo al jefe de pareja que tuvo que entrar al servicio.
         Pero la verdad fue que esos cinco minutos de tardanza los utilizó conversando con Julia, la camarera, que estaba de muy buen ver. A pesar de estar casado, a Fulanito le gustaban las mujeres, y esa chica tenía un trasero y unas tetas de infarto.
         Sánchez no le dijo nada al principio, pero al llegar al cuartel dio parte de Fulanito, que no acababa de creérselo, y fue arrestado con un mes por el cabo. Cuando le preguntó a Sánchez por qué había dado parte, le respondió que “las ordenanzas son las ordenanzas”.
         Mentira, los dos sabían que esa chica detestaba a Sánchez, un solterón gordo y feo, y porque no hacía más que insinuarse a Julia, quien no le hacía ni caso. Sánchez no soportaba que sus compañeros la miraran y tontearan con ella. Eso fue todo.

         Fulanito tuvo que ausentarse del apostadero para ir a hacer sus necesidades. “Anda, que si viene ahora el teniente a vigilar y no me ve. Otro arresto al canto”. Era de noche casi cerrada, y los montes de al lado estaban lejos. “Me importa un rábano si me corrigen, pero no voy a cagar en medio de la explanada”. Así que se alejó de su lugar de servicio unos cientos de metros. Antes de quitarse el uniforme y agacharse, comprobó que había un bulto, parecía a cierta distancia un jabalí. Asustado, apuntó con el mosquetón. Pero el bulto no se movía. Se fue acercando poco a poco, hasta que vio que se trataba de una persona desmayada. Un gran charco de sangre aparecía junto a un pie. Le tocó y aún estaba caliente. Podía seguir vivo. Aún así, como sus ganas de cargar no había desaparecido, no tuvo más remedio que hacerlo antes de prestar ayuda a aquel individuo. Eso sí, se separó cuanto pudo del lugar.        
        
         Apareció un ángel salvador para el gobernador. “Fulanito” no era demasiado listo, pero sí fuerte como un toro. Cargó a lomos con el herido. El gobernador estaba adormilado, y no fue consciente durante el trayecto que estaba siendo acarreado a lomos de un guardia hasta que se lo contaron, cuando despertó semi-inconsciente en la cama de una casa de campo.
         Fulanito logró transportarlo hasta una casa de labriegos, donde el patrón cogió un caballo y fue en busca del médico más próximo. Fulanito estaba exhausto. Feliz de haber hecho todo lo posible por ayudar a aquel hombre. Sabía que sería alguien importante, y por consiguiente, el servicio le reportaría algo positivo, pero en lo que pensaba más era en si su hijo habría nacido mientras tanto.
         Gracias a Fulanito, el gobernador salvó la vida. Cuando el guardia llegó al cuartel, a las cinco de la mañana del día siguiente, el segundo hijo de Fulanito, otro varón, había nacido sano y salvo, gracias también a la ayuda de las “comadronas”.
         Consecuencias para el gobernador: olvidarse de ascensos durante unos pocos años. Al cabo de seis meses, cuando se restableció, escribió una carta de agradecimiento al Director General de la Guardia Civil. No lo hizo al guardia, no sea que pensaran que se rebajaba dándole las gracias a tan poca cosa.
         Fue el propio caudillo quien ordenó, además por escrito, al general de la zona de la Guardia Civil que al guardia lo ascendieran inmediatamente y lo condecoraran. Consecuencias para Fulanito: condecoraciones, y ascensos por Real Decreto al empleo de cabo y, al cabo de otros tres años, también a sargento.
         Jamás olvidó Fulanito la cara de envidia de su cabo, de “la caba” –que tampoco tragaba a su mujer- y del guardia Sánchez cuando llegaron las órdenes desde Madrid. A Fulanito le había sonreído el destino en forma de gobernador, cazador inexperto.

         Cuando ascendió a Cabo le ofrecieron el destino que quisiera, pidiendo plaza en la comandancia de Badajoz, para así estar en la capital, donde no tuviera problema ni con el colegio de sus hijos, ni con las letrinas comunes de su antigua casa-cuartel. Ahora su pabellón era individual, con acceso a luz, agua corriente y saneamiento. Además, los correctivos desaparecieron de su hoja de servicios y pasó a estar bien visto desde entonces por los Jefes.
         Con el tiempo, intentó el ascenso a oficial, pero no había manera de aprobar. Pero, mira por dónde, en el último intento que le quedaba, apareció la promoción del “tres y medio”. Cosas de la vida. Máxima pensión de Clases Pasivas y retiro de capitán.
         No sé qué habrá sido de aquel buen hombre. Fulanito no tenía estudios, pero demostró ser una buena persona, y un buen “Mando”. No sé tampoco siquiera si llegara a leer estas páginas, pero donde quiera que esté, le deseo lo mejor. Y es que, las buenas personas dejan siempre buenos recuerdos donde quieran que hayan estado.
         La diferencia estriba en tantos cabos, suboficiales, oficiales y jefes que veían –y ven- a los de abajo como simples “piezas de caza”. A esos “mandos”, que se cuiden que no les pase como al gobernador civil, inexperto cazador.
         Labor encomiable la de la AUGC.
         Un saludo a todos y ¡viva la Guardia Civil!
        


miércoles, 20 de mayo de 2015


DIARIO DE UN ETARRA, EL DÍA DESPUÉS DE LAS ELECCIONES LOCALES DE MAYO DE 2015

Acaba de caer en mis manos un diario de un antiguo etarra, ciertamente significativo. No tiene desperdicio:


    (...)     Acudo a mi cita diaria contigo realmente consternado. ¡Madre mía! ¡La hostia! No acabo de creerme la noticia que acaban de dar en televisión. Pues no van y dicen que han condenado a muerte al del atentado de la maratón de Bostón de abril de 2013, a ese tal Dzohokhar Tsarnaev. ¡Joder, tío! Eso sí que es de acojone. En Estados Unidos, la patria de la libertad.
         A mis cincuenta y cinco años, y como quien dice recién salido de la cárcel, he salido concejal en estas últimas elecciones de mayo de 2015 por SORTU, en mí pueblo de Euskalherria, logrando nuestra quinta mayoría absoluta. Bueno, tío, eso estaba cantado y lo hemos celebrado como se merece cogiendo una buena cogorza en la herrikotaberna. Pero tras esa noticia, un temblor ha recorrido mi espalda cuando me imagino la ejecución de ese pobre diablo. 
        No acabo de entender que en EEUU no puedan presentarse a las elecciones los seguidores de Bin Laden y del Estado Islámico. Al fin y al cabo, luchan por un ideal noble, como es la implantación de la libertad para su pueblo. No comprendo muchas veces a los americanos. En serio, tío. Se les va la olla con frecuencia. 
         En esta puta España, he estado cinco años en prisión. Pero aquí no nos matan, me cago en la puta. Hubo sus tiempos, sí, claro, con los GAL, ya lo sé. Pero eso ya fue historia. En seguida se acojonaron los políticos, y los txakurras no tuvieron más remedio que recular. Así que nosotros pudimos seguir dándoles caña sin temor a que nos hicieran frente con las mismas armas. Realmente lo pasamos mal en aquella época, pero volvieron las aguas a su cauce y pudimos seguir dándoles estopa como se merecían. Dicen ahora que si mil muertos son muchos. ¡Menuda idiotez! Deberían haber sido un millón, por lo menos. Pero voy a lo de Estados Unidos otra vez, que no se me va de la cabeza.
         Me pregunto, ¿entonces, con mis veinte asesinatos a mis espaldas, si hubiera estado en América, me hubieran liquidado? Pues no sé, tío. Quizás lo hubiera pasado mal. A lo mejor me pasaría años y años en eso que llaman “el corredor de la muerte”. Pero creo que no, colega. Allí en EEUU hay muchos vascos influyentes que me hubieran buscado los mejores abogados, e incluso desde Euskalherria llegaría dinero para mi defensa. Además, al final el jurado comprendería que somos una organización política que lucha por la libertad. Y matar un policía, digo un txakurra, con la mala fama que tienen también en Estados Unidos, no es lo mismo que asesinar a una persona normal. Y yo solo he matado txakurras, que conste. Ninguna de mis bombas las puse en sitios donde pudieran salir malparados cualquier tipo de gente.
         Sí, sí, ya lo sé. A veces se nos fue la mano y matamos civiles, incluso niños. Pero en la guerra eso se llama “efectos colaterales”; además, los hijos de los txakurras no son niños como los demás. De mayores, todos se hacen txakurras también. ¡Qué se jodan! Y hablando de bombas, sólo la puse dos veces, a dos coches de la Guardia Civil. Cuatro muertos, tío. ¡Joder, qué bien me encontré cuando me ascendieron en la organización gracias a aquellas ekinzas, tío! Pero lo que más me gustaban eran las pistolas, tío.
         Maté a primer txakurra a los 24 años. ¿Qué si sentí algo? Pues después de tanto tiempo, he decirte que fue algo especial, tío. No es como me lo imaginaba en mis sueños, pero bueno, sí, la satisfacción del deber cumplido, como dicen el reglamento de los asquerosos guardias civiles. Mi adiestrador del comando me dijo que era como matar a un cordero o una vaca con una pistola. “Tú, apúntale a la cabeza, y no sienten nada”. Y eso hice. Me acerqué por la espalda y le descerrajé un par de tiros. No te puedes imaginar cómo sangraba. Parecía un cerdo de cuando hacíamos la matanza en mi pueblo. Me salpicó de sangre y todo, joder. Y por eso me costó ponerme pronto a buen recaudo cuando iba por la calle con la camisa y pantalones llenos de sangre. Menos mal que los vecinos de nuestros pueblos son buenos compatriotas y al momento pude esconderme en un portal, donde uno me introdujo rápidamente en su casa. No lo pude festejar con champán con los colegas del comando, pero lo hicimos en la casa de ese amigo. Allí estuve durante dos meses sin salir a la calle, pero comí y bebí hasta hartarme. Incluso una de las hijas del paisano me la estuve tirando mientras tanto. Para ellas somos héroes. ¡Anda que si se enterase mi neska!
         ¡Qué tiempos aquellos, tú! Luego, cada vez que me cargaba a uno me lo pasaba mejor. Sentía un placer y la adrenalina recorriendo mis venas. Además, me  llegaban felicitaciones de todos los lados: mis jefes de la organización y del comando, mis padres, mi tío Isaías, el cura, mi familia, mi profesor de matemáticas en la ikastola –al que siempre recordaré cuando nos enseñaba a restar cuando mataban a guardias civiles, el muy cabrón decía “si hay 5 guardias y ETA mata a 3, ¿cuántos quedarán?-, mi neska, que esos días follábamos como locos con su gudari del que estaba orgullosa... Días de vinos y rosas que ahora añoro con tristeza.
         ¡Vale, vale, está bien! Claro que lo pasé mal cuando me detuvo la Guardia Civil. He de reconocerlo. Sí, sí, también me meé y cagué en los pantalones, ¿qué pasa? ¿Acaso no sabes lo que hacían con nosotros cuando nos metían en el cuartel?
         Yo, sin embargo, tuve suerte, pues cuando me apresaron transcurría el año 2004, y ganó Zapatero las elecciones. Entonces, tío, todo cambió de golpe. Ni siquiera los guardias me pusieron la mano encima. Aún recuerdo cómo uno, que creo que era capitán, le decía a un subalterno: “Ni se te ocurra tocarle, que nos jugamos el puesto”. No acababa de creérmelo, colega.
         Resulta que el hijo de puta de Zapatero estaba negociando con nosotros hacía años y llegó a un acuerdo con “la Permanente”. Entonces la dirección y los del servicio secreto de Marruecos, que se hicieron pasar por islamistas radicales, dieron el golpe de gracia a la derecha de Aznar con un atentado conjunto el 11 de marzo. Pusieron en marcha el plan de Iñaki de Juana de golpear en dos frentes (Teoría de la doble presión). El muy mamón de Aznar, que a punto nos tenía de hincar las rodillas. Le estuvo bien merecido, por hijo puta. Hasta le llegaron a llamar asesino, ja, ja, ja. La jugada nos salió perfecta. Pero, joder tío, se me sigue viniendo a la mente lo de la cárcel, que es a lo que iba contigo hoy.
         Claro, con veinte víctimas a mis espaldas me condenaron a un montón de años, pero en la Audiencia Nacional. Pero me llevé una gran sorpresa, colega. Eso sí que fue cojonudo, tío. Jamás lo olvidaré. Si lo hubieras visto. Los jueces estaban acojonados por los nuestros por la cantidad de gritos e insultos que armaban en la sala del juzgado. Los familiares de las víctimas cabizbajos, y yo saludando a mi neska y mis viejos como si tal cosa. Armamos un montón de ruido, puños en alto y amenazas a todo quisqui. La cosa salió como estaba prevista y, gracias a la negociación con España del Zapatero, me salieron sólo cinco años. Luego oí decir que el Fiscal tenía las consignas del gobierno. !Cómo lo celebramos, tío! Ni siquiera cuando eliminábamos a un txkaurra corrió tanto champán.
         Sí, sí, ya lo sé, como contrapartida ya no podemos seguir matando. Ése fue el trato no solo con ZP sino luego con el gobierno de Rajoy. No pasa nada, tío. Estoy seguro que, en cualquier momento, esta guerra seguirá. Y como sólo pegamos tiros nosotros, pues todo seguirá como en el pasado. Nosotros matando y ponemos las bombas, y los putos españoles, a joderse, como Dios manda.
         ¡Hostia, tú, la cárcel! Es que no se me va de la cabeza. Aquello sí que fue de órdago. Lo que jamás se me hubiera ocurrido ni en mis mejores sueños, sucedió. Créeme. Si hasta vivíamos a cuerpo de rey: dinerito fresco todos los meses procedentes del partido y las herrikotabernas, vis a vis con la neska, visitas a todas horas de la familia y los colegas, sin trabas. Y hasta me saqué una licenciatura en Derecho sin haber dado palo al agua, además con sobresaliente, gracias a la Universidad a distancia del País Vasco. Eso sí que es solidaridad de los del PNV, joder. Aunque estos del PNV en el fondo son unos cobardes, al menos se han portado.
         Pero, ¿sabes una cosa? El futuro es sí que es ahora esperanzador. Alcanzaremos el poder desde las instituciones que ellos llaman “democráticas”. Mandamos ya en un montón de ayuntamientos, nos hemos hecho con el control de la Diputación y ayuntamiento de Donosti, y estoy seguro que más pronto que tarde gobernaremos todo Euskalherría. Fíjate si son tontos los españoles, que hasta los de “Podemos” están de acuerdo con la independencia. Hasta son capaces de pactarla. Me caen simpáticos y todo, aunque sean españoles. Así que ya queda poco tiempo para el triunfo final, tío.
         Bueno, colega, todo este rollo vino lo por los del tío ese que van a liquidar en EEUU por haber asesinado. Menos mal que los españoles no son los americanos.
           En fin, acabo por hoy. No sé qué haría sin ti, querido diario. A falta de pegar tiros y colocar bombas para poder cargarme txakurras, tú, mi partido, la organización y Euskalherria, así como mi familia y mi neska, sois toda mi vida.
        
        

         

domingo, 17 de mayo de 2015

ETA Y EL CLERO SEPARATISTA VASCO

El comportamiento del clero vasco, apoyando descaradamente el proceso separatista vasco, ha sido especialmente cruel con las víctimas del terrorismo.
La Iglesia, siempre fiel a sus principios de supervivencia en los lugares donde se asientan, ha hecho dejación de sus postulados de fe y paz en el País Vasco, dándose el caso de que los sacerdotes vascos han estado ayudando el proceso independentista, incluso cobijaban a los terroristas y armas en edificios religiosos. Todo ello con el silencio de la Conferencia Episcopal española y la Santa Sede. 
La crueldad llegaba al límite de no querer dar oficios religiosos a las víctimas del terrorismo, con el peregrino argumento de que también habían víctimas de ETA (los propios asesinos), equiparando a los asesinos con las víctimas. 
Jamás entenderán los familiares y las víctimas del terrorismo cómo la Iglesia ha llegado a tal grado de bajeza moral.

Una breve reseña de la novela, cuando un determinado obispo, de triste memoria, daba sus argumentos a la viuda de un policía nacional, que acababa de ser asesinado:

(...)

Isabel ingresó en el hospital presa de una crisis nerviosa. Aún mareada por los tranquilizantes, solicitó el alta porque querían estar junto a su marido. El cadáver de José Miguel fue trasladado al Instituto Anatómico Forense para efectuarle la autopsia. Posteriormente, sus restos fueron trasladados a la Subdelegación del Gobierno.
         El comisario Andrés Cid fue el primero que dio el pésame a la viuda. Ordenó que escoltaran a Isabel, su madre y los niños hasta su casa y, posteriormente, hasta la Subdelegación. Para el comisario Cid se trataba del tercer policía caído desde que lo pusieron al frente de la Comisaría de Basauri. Ningún Jefe acababa de acostumbrarse a esos momentos tan terribles. Acompañó a la viuda al tiempo que la informaba de los pormenores del protocolo oficial. Le sorprendió la entereza de Isabel, aunque había momentos en que se quedaba sin fuerzas y casi perdía el equilibrio. Dos mujeres policías les entregaron los niños a Isabel y su madre, una llevaba de las manos a Alejandro y Araceli, la otra transportaba el carrito de Lander. Ambas dieron el pésame a Isabel: “Lo siento mucho, era un compañero excelente. Lo echaremos de menos. Tienes unos hijos preciosos, debe ser fuerte y luchar por ellos” Más palabras de consuelo.
         Isabel y su madre permanecerían desde entonces junto al féretro, cubierto con la bandera nacional. Su marido tendría una digna despedida. Aguardaron que llegara la familia desde Salamanca. Las escenas de dolor, desgarradoras. Pedro, Amalia, Javier, Inmaculada y Milagros se fundían en abrazos y lágrimas con la viuda y su madre −excepto Amalia, nadie conocía a Dolores, pero la trataron como una más de la familia−. Alejandro y Araceli, permanecieron durante todo el acto cogidos de la mano. Se personaron en la Subdelegación autoridades civiles, militares y policiales, mandos y compañeros de comisaría, guardias civiles y militares, y ciudadanos anónimos, solidarios, que acompañaban en su dolor a la familia. Dándoles el pésame con similares palabras: “La acompaño en el sentimiento”, “Lo siento”, “Era un policía formidable, como pocos”.
         La familia era la estampa misma de la desolación. Parecía imposible que brotaran más lágrimas de aquellos ojos. Con aplomo aguantaban estoicamente las idas y venidas de la interminable comitiva.
         Dolores, abatida, abrazada a su hija, no le contó nada de su conversación telefónica con Mikel. Isabel también ocultó unos hechos sucedidos tras el atentado, cuando al ir a casa para cambiarse de ropa antes de trasladarse a la capilla ardiente, escuchó los mensajes recibidos en el teléfono. Un sinfín de llamadas anónimas proferían frases como: “Jódete porque tu marido era un hijo de puta”, “Txakurras fuera de Euskalherria”, “Te vamos a matar también”. En la pared del edificio, una pintada reciente decía “Devuélvenos la bala”.
         Alejandro lloró como jamás lo hizo porque los asesinos le habían arrebatado la persona que más quería en el mundo, pero mostraba, como su madrastra, una fortaleza impropia de su edad. Jamás olvidaría los rostros de quienes estrechaban su mano. Algunos lo abrazaban: “Tu padre fue un valiente, debes estar orgulloso de lo que hizo”. Habían arrancado una parte de su alma e instalado a partir de entonces un odio profundo en las entrañas de su corazón.
         El Presidente del Gobierno, el Ministro del Interior y el jefe de la oposición, mostraron su calidez y cercanía a la familia. Consolaron personalmente a cada uno de los familiares, especialmente a los niños. Un suceso que no pasó desapercibido pero que no trascendió públicamente, ocurrió cuando el lehendakari, junto una representación de partidos nacionalistas (PNV, EA, Aralar) fueron a dar el pésame a la viuda. Isabel los invitó a que se marcharan: “Por favor, no sean hipócritas; por respeto a mi marido y a la familia quiero que se vayan por donde han venido”. Habían acudido a desgana, conscientes que su proyecto político necesita el apoyo terrorista. A Isabel no la engañaban, ella había nacido allí. Por expreso deseo de Isabel tampoco se celebraría ceremonia religiosa en Bilbao. Cuando el obispo de la diócesis, José María Fetén, se puso en contacto con ella para oficiar la misa, rehusó la propuesta: “No quiero un cínico delante del cuerpo de marido”. El obispo no se amilanó, diciéndole lo que pensaba: “Hija mía, es preciso que comprendamos la situación de este pueblo; tiene una idiosincrasia y una historia muy diferentes. Todas las paces del mundo se han construido sobre muertes. Hay que tener presente que Euskalherria nunca ha sido libre y la libertad es otro derecho inalienable. Hay que disculpar algunas actitudes, al fin y al cabo la vida humana se relativiza ante conceptos más sublimes”.
“!Ustedes tienen mucha culpa de lo que ocurre en esta tierra”.− zanjó ella con lágrimas en los ojos.
         Una enorme conmoción sacudió Alba de Tormes, el pueblo natal de José Miguel, donde su familia siempre fue muy apreciada. Un entierro multitudinario. El fatídico momento de introducir el féretro en el nicho fue el peor de todos, un trago muy doloroso.
         El ayuntamiento decretó tres días de luto y el alcalde prometió que en el próximo Consejo de Gobierno presentaría una moción para dedicarle una calle a José Miguel. Tras los funerales, José Miguel pasó a formar parte de la historia, y sus parientes a engrosar otra larga lista: la de víctimas del terrorismo. La tragedia en vida de otra familia, como tantas otras. A sufrir en silencio el paso del tiempo, el peregrinaje por psicólogos y psiquiatras para intentar mitigar el dolor. Y después, aguardar que la Justicia haga la parte que le corresponde. O al menos eso se espera, porque las víctimas no pueden tomársela por su mano. Los asesinos aprietan el gatillo y otros ponen sus cuerpos mortales.

(...) 


sábado, 9 de mayo de 2015

CAÍDOS EN EL OLVIDO: EL SÍNDROME DEL NORTE ¿Y DEL SUFRIMIENTO DE LAS ESPOSAS, MADRES, HERMANAS...? TAMBIÉN SE HAN OLVIDADO.


Muchos compañeros han sido destinados al País Vasco y Navarra durante los denominados "años de plomo"; demasiados pagaron con sus vidas por el simple hecho de vestir un uniforme y ganarse el sustento de su familia. Ése fue el crimen: ganarse la vida. Como un obrero más, como cualquier funcionario, como cualquier padre de familia...
Eso no impidió que la organización terrorista ETA los considerase "fuerzas de ocupación" traídas desde España para someter a Euskalherria. 
Muchos de aquellos guardias civiles, policías y militares que lograron salvar sus vidas, padecieron lo que los psicólogos y psiquiatras denominaron "síndrome del Norte". No voy a detenerme a explicar técnicamente lo que significa. Nosotros lo sabemos, los políticos de entonces lo ignoraron, y los políticos y la sociedad de hoy, simplemente lo olvidan. Jamás llegarán a imaginarse el sufrimiento que padecimos aquellos que estuvimos allí. Una deuda que toda España tiene contraída con nosotros.

¿Y las esposas, madres, hermanas, etc., de esos compañeros? ¿Acaso no sufrieron tanto o más que sus esposos y compañeros? Pensando constantemente si el día que salían de la puerta de su casa, quizás fuera la última vez que lo verían con vida. Tampoco nadie se acuerda de ellas.

Algunos pasajes de mi novela hacen hincapié en esos aspectos. Como no puede ser de otra manera, vaya mi cariño a esos compañeros y sus mujeres.

(...)
Ninguno imaginaba lo mal que lo iban a pasar, de los difíciles momentos que les deparaba el futuro. En el impreso de solicitud, pidió destino a las Comisarías de Vitoria, como primera opción, como segunda Bilbao, tercera Navarra y, finalmente, Guipuzcoa. De este modo, en mayo de 1986, José Miguel fue destinado a la Comisaría de Bilbao, junto a otro compañero de Mataró, Luis Maestre, originario de Cádiz, soltero, cuyos objetivos eran similares, es decir, regresar a su tierra con algo de dinero ahorrado y casarse. José Miguel y Luis contactaron con otros compañeros allí destinados para gestionar lo relativo a la vivienda. Vivirían tres en un piso compartido. Haría vida de solteros hasta que le llegara la hora de partir cada uno donde deseaba.
         Cuando Joaquín, Edelmiro y Paco supieron la noticia de su traslado “a Madrid”, les embargó una profunda tristeza. Se percataron que echarían de menos a su colega “el poli” −como ellos le llamaban−. Cuando José Miguel les comunicó la noticia con el rostro abatido, transmitiendo sus ojos amargura y tristeza, sin exteriorizar la más mínima alegría, sus amigos comprendieron que no contaba la verdad. A José Miguel no le resultaba fácil mentir; es más, se le notaba a leguas y por eso era tan mal jugador de cartas. Cuando hablaba de sus compañeros destinados en el Norte, expresión de su rostro era la misma. Le desearon suerte, haciéndole prometer que llamara por teléfono con regularidad. Joaquín, el más sensible de los tres, no pudo contener la emoción de la despedida. Los presagios quedaron corroborados tras la primera llamada al mes de su partida.  
         −¡Joaquín, Edelmiro! ¡Es José Miguel! Venid, que quiere hablar con vosotros –gritó Paco con entusiasmo.
         −¿Qué tal va la cosa, gandul? –le dijo a Joaquín, sin duda con quien más sintonizaba− Tengo que decirte una cosa y es que… al final… bueno… el caso es que estoy en Bilbao. No quise deciros nada el día que me despedí porque no quería hacerla más triste. Pero no hagáis caso de lo que sale en televisión, aquí se está bien… Además, al cabo del año ya podré irme a mi tierra…
         −¡Cuídate, chaval! –dijo Joaquín− Sólo te digo que cuando algún hijo de puta vaya a por ti, le das tú primero. De la cárcel se sale, del cementerio no.
         Tras aquella llamada, sus amigos quedaron profundamente entristecidos con lo que el destino deparó a ese hombre. Desde el día que partió los telediarios se veían con más interés. Una inquietud sacudía sus semblantes cuando escuchaban alguna noticia relacionada con el País Vasco. ¿Quién se lo iba a decir? Con anterioridad, a las noticias de ese tipo apenas le prestaban atención. Se llegó a un punto en que en el país se convivía cotidianamente con la muerte de policías, guardias civiles, militares, civiles e incluso niños, llegándose al punto de no darles importancia. Los más radicales, incluso llegaban a justificarlos: “¡Les pagan para eso! ¡Si no quieren que les maten, que no vayan para allá!”


         La existencia de cualquier policía –o guardia civil o militar− destinado en Bilbao, San Sebastián, Vitoria o Navarra era durísima psicológicamente: siempre armados aunque no estuviera prestando servicio, mirando constantemente los bajos de los vehículos, no dirigiéndose nunca al domicilio recorriendo el mismo itinerario, no comer en el mismo establecimiento más de dos veces seguidas, no identificarse en sus relaciones privadas, no entablar amistades con simpatizantes del nacionalismo, vigilar sus espaldas continuamente…
         José Miguel se apenaba de aquella triste existencia. A veces se le escapaba en voz baja el mismo comentario: “¿cómo podemos vivir así?”. Siempre con el alma en vilo, sintiéndose como presas de caza prestas a ser abatidas en cualquier momento, a traición y por la espalda sin posibilidad de defenderse. Es curioso que ese modo de matar, disparando un tiro en la nuca, se llamara “lucha armada”, y que los ejecutores se autodenominaran “gudaris o soldados”. Vaya forma de insultar a los militares.
         A escasos tres meses en su nuevo destino, dos policías fueron asesinados cuando prestaban servicio en un establecimiento móvil del DNI. Durante las honras fúnebres no soportaba el cinismo y la hipocresía de los políticos. Daban el pésame a las viudas, pedían comprensión, para finalizar haciendo referencia con desfachatez “al conflicto vasco”. Ahora bien, a ellos nadie los mataba, unos porque son nacionalistas, o sea, “de casa”, y los otros porque estaban bien escoltados y sus coches blindados a prueba de balas. Los que caían abatidos eran los mismos de siempre.
         Los féretros se sacaban por la puerta de atrás en ese lúgubre panorama de la Euskadi de la época. José Miguel se sorprendió que no solo no disponían de vehículos blindados, es que ni tan siquiera disponían de chalecos antibalas. Entre la población, la situación era incluso peor que entre los catalanes -recordó aquellos jóvenes independentistas que le pintaron la puerta de casa-, porque no cansaban de pregonar que el País Vasco y Navarra eran territorios ocupados por España y Francia, y que ellos eran fuerzas opresoras de ocupación. ETA los consideraba a ellos objetivos prioritarios; la publicidad nacionalista los dibujaba como auténticas bestias sin escrúpulos que torturaban en comisarías y cuarteles que incluso asesinaban; y lo peor de todo: esa propaganda calaba con éxito. No podía haber imaginado un panorama tan desalentador. Muchos de sus compañeros comentaban que tenían la impresión de “sentirse como en un frente de guerra”, pero, curiosamente, no sabían dónde acechaba el enemigo. No existían trincheras, ni uniformes enemigos; éstos podían aparecer por cualquier parte, en cualquier momento, de día o de noche.
         Existía una Constitución, unos derechos y libertades para todos, pero policías, guardias y militares adolecían de las más básicas: derecho a la vida, libertad de circular libremente, libertad de expresión y de pensamiento. José Miguel se preguntaba cómo en un país occidental la propia ciudadanía llegaba a contemplar el asesinato de personas como algo loable y positivo o, al menos, comprensible por ideas políticas. Si supuestamente la Policía sirve a la ciudadanía, protege los derechos y libertades de todos, ¿qué sentido tiene asesinarlos?; es más, ¿quién los protegen a ellos? Todos los días igual, con los Mandos insistiendo una y otra vez en lo mismo: “Extremad la precaución y las medidas de autoprotección. Estad atentos a los itinerarios, no repitáis rutas ni a pie ni en vehículos, procurad no reuniros en lugares públicos, no hacer amistades con desconocidos, llevad siempre el armamento y una bala en la recámara”. Llamaba diariamente a su esposa, y ni por lo más mínimo se le ocurría contarle los pormenores de cómo transcurría su día a día. Bastante mal lo estaba pasando como para hacerla también a ella partícipe de sus desdichas.
         Por su lado, la vida de Noelia no era precisamente color de rosas. Habían comenzado a mover el papeleo para construir su casa; mientras tanto, vivía junto a sus hijos en casa de su madre, María, a la que tenía que cuidar debido a su enfermedad. Las palabras hacia su marido siempre las mismas, repetitivas, insistentes:
         −Dime, mi amor. ¿Cómo estás? ¿Y la comida? ¿Tienes la ropa limpia? ¡Ten cuidado, por Dios! No salgas mucho por ahí, quédate en casa…
         −No te preocupes −en el tono ella percibía inquietud−. Nadie sabe que somos policías, ni en el edificio, ni en el barrio. Tomamos muchas precauciones. Comemos en Comisaría porque allí hay comedor, donde por cierto la comida es estupenda. El tiempo pasa rápido y pronto nos veremos cuando coja permiso.
         −Sé que me estás engañando, te conozco demasiado bien… Esto se me está haciendo muy largo, mi vida. Pensé que podría llevarlo mejor −paró un momento de hablar y tapó el auricular, emocionada, y continuó−: Estoy en tensión permanente y los nervios los tengo a flor de piel.
         −Dentro de poco estaremos juntos. Repetimos turnos para reunir varios días libres. Te prometo que no me pasará nada.


         En Alba de Tormes, la vida de Noelia era un suplicio. La ayudaban sus suegros y cuñadas, pero con su madre enferma y los niños, todo se le hacía cada vez más cuesta arriba. A sobresaltos, pendiente siempre de las noticias, el insomnio persistente. Tuvo su primera crisis de ansiedad cuando se produjo el primer atentado, apenas transcurrida una semana de estar en el pueblo:

         (Voz del locutor del televisor): Un atentado terrorista con coche−bomba ha acabado con la vida de dos guardias civiles del puesto de Tolosa en Guipuzcoa.

         Notó cómo se le encogió el alma. Sus piernas comenzaron a flaquear hasta que se quedaron sin fuerzas y su mente se nubló perdiendo el sentido, cayendo desmayada al suelo y recibiendo un fuerte golpe en la cabeza. El pequeño Alejandro, de tan sólo seis años, intentó reanimarla, pero su madre no respondía. Araceli lloraba desconsoladamente y su abuela estaba en la cama. El pequeño fue a avisarla: “Abuelita, mamá se ha caído al suelo y no se levanta”. María, no podía levantarse ya de la cama: “Sal y llama a Elena –refiriéndose a la vecina de la casa de al lado−. Dile que venga rápidamente, que es una urgencia. Corre hijo, corre”.    Noelia fue atendida en el hospital y tras diversas pruebas no revistió gravedad el golpe que sufrió en la cabeza, pero lo peor fue la crisis nerviosa. No quiso que comunicaran el incidente a su marido: “Por favor, no quiero que él sepa nada de esto; os lo ruego, no digáis nada de este asunto, nada. Prometédmelo”. Esa misma noche la dieron el alta tras suministrarle una fuerte dosis de tranquilizantes. Instruyó a sus hijos para cuando hablaran por teléfono con su padre: “No decidle nada de lo de la ambulancia ni del hospital a papá, ¿vale? Si a alguno de los dos se os escapa no hay chuches ni chocolatinas”
         Las noches para Noelia no parecían tener fin, el tiempo parecía haberse paralizado y los días transcurrían lentos, eternos. 

(...)

viernes, 1 de mayo de 2015

EL ATENTADO DEL 11-M

Tras once años de ocultamiento gubernamental, no solo un profesional de las Fuerzas Armadas o de los Cuerpos de Seguridad sentimos que nos han tomado el pelo, sino también cualquier ciudadano con un poco de sentido común. ¿Alguien cree que unos delincuentes de tres al cuarto, sin preparación técnica alguna, sometidos a estrecha vigilancia policial y por los servicios de inteligencia, la mayoría confidentes, habrían sido capaces de cometer el mayor atentado terrorista de Europa? 
En el plano de la ficción, mi novela "SIN PIEDAD"(Ed. De Librum Tremens) trata ese pasaje tan importante en la reciente historia de España. No creo equivocarme demasiado cuando lo que pasó fuera parecido a lo siguiente:

[i](...)

En una barriada marginal de la localidad de Dijon (Francia), de mayoría musulmana, se iban a reunir Halim Misle y los jefes de la cúpula de ETA, Mikel Gansa y Josu Carnera. No se documentaría ni grabaría el encuentro, condición impuesta por el marroquí. Los espías alauitas tuvieron poco tiempo para preparar el encuentro. Su tradicional contacto con la banda, el batasuno Yusuf Galán, había sido detenido hacía dos años por participar en la célula española del 11-S. Ahora, las comunicaciones con ETA se hacían boca a boca. Esta vez era el máximo responsable de Interior quien acudía personalmente: “Será en el lugar de costumbre, a las tres de la tarde −puntualizó el enlace−; como siempre, tendréis que venir ataviados con turbante y vestimenta islámica. Me ha recalcado que no le deis propaganda”. Los etarras fueron puntuales.

Durante los últimos años se habían reunido en seis ocasiones con los marroquíes, pero a Misle hacía tiempo que no lo veían en persona.
−Es un placer verles de nuevo, señores −les saludó Misle; a continuación agregó−: Espero que el apoyo a vuestra “Brigada en Euskalherría” en Irak sea de su agrado. Hablaremos de ellos, pero antes tengo que proponeros algo de vital importancia.
−Estamos muy contentos con el patrocinio a los nuestros en Irak, apoyando a los compañeros muhahidines en la lucha. Si podemos ayudar, aquí estamos.
−Eso espero, porque de cooperación quería hablarles; pero si les parece, el tiempo es oro e iremos directamente al grano, antes que se nos echen encima los franceses. 
−Los gabachos saben bien cuándo no deben meterse en asuntos que no les incumben −apuntó Carnera.
−Cierto, pero tenemos que darles algo a cambio porque tampoco son tontos. Nuestro contacto en el SORS quiere saber qué pretendemos con esta reunión −dijo Misle−. Siempre le decimos que tratamos negocios sobre la compraventa de armamento, pero no creo que cuele el mismo argumento tanto tiempo. Quisiera dar un salto cualitativo con ustedes. Me explico. Les ofrezco entablar una acción conjunta. Propongo, en definitiva, poner en práctica la teoría propugnada por Iliana Laos, La Doble Presión. 
−La conocemos –dijo Carnera−. Menuda sorpresa. Esto sí que no nos lo esperábamos.
−Antes de nada, decirles que aunque obtenga el beneplácito de su organización, la palabra última la tiene S.M., Mustafá VI. Si durante mi exposición no soy lo suficientemente preciso podrán interrumpirme cuando lo deseen para proporcionarles más detalles. Y si finalmente deciden no participar, por nuestra parte seguiremos tan amigos como siempre.
−Adelante, somos todos oídos −dijo un expectante Gansa.
El marroquí va desgranando la operación: el atentado en Casablanca, el despliegue de agentes en España, hasta que llega el momento de la entrada de ETA.
−(…) Una vez en suelo español, tenemos que elegir objetivos plausibles entre el mundo de la droga, prostitución, tráfico de armas y explosivos y del islamismo; posteriormente, preparar los dispositivos necesarios para llevar a cabo la acción, colocar pistas falsas y controlar los individuos colocados como cebo; finalmente, proceder a su eliminación para no dejar rastros. Se trata de controlar las reacciones de los servicios de seguridad e inteligencia tras la conmoción inicial, confundiéndolos. Realizando bien nuestro trabajo podremos teledirigidos. Ellos no tendrán más remedio que ofrecer una respuesta rápida para hacer ver a la opinión pública que hacen algo, y para cuando se den cuenta carecerán de respuesta. Una acción arriesgada, donde en principio deberán aparecer las señas de identidad inequívocas de ETA, sembrando dudas en los investigadores para que siempre quede el enigma de quién fue la idea de la autoría final. 
Carnera reconoció:
−Sería la primera vez que se llevara a cabo una acción conjunta de esta naturaleza. Un plan genial y audaz, muy arriesgado y peligroso, por eso mismo me gusta. Vamos por partes, en primer lugar, ¿dónde tiene pensado llevar a cabo el atentado?
−Tiene que estar muy frecuentado. Un macro-atentado con el mayor número de víctimas posibles, que convulsione a la sociedad y de paso tenga repercusión internacional. Hemos pensado en la red ferroviaria de cercanías de Madrid, un día laborable con gran afluencia de público, descartando el aeropuerto y el metro por varias razones: primero, porque están más vigilados por videocámaras y en los trenes de cercanía sólo hemos detectado una −estación de Atocha−; segundo, por la propia ubicación del metro –subterráneos− y del aeropuerto (a cierta distancia de la capital y con difícil acceso a una rápida evacuación). En los trenes nos sería también más fácil operar desde fuera, momento después de llevar a cabo la acción. En los alrededores de los andenes, la confusión será propicia para que nuestros agentes puedan colocar más pistas falsas o tomar decisiones ante cualquier incidencia.
−¿Dónde y cuándo se colocarían los explosivos? −preguntó Gansa con curiosidad.
−Se efectuará de madrugada aprovechando el estacionamiento en las vías del apeadero, previo control de la vigilancia privada, que es escasa. La introducción en los vagones y colocación de explosivos podría llevarnos uno o dos días, puesto que ignoramos si tendríamos que llevar a cabo una operación de camuflaje. 
−¿Por qué no utilizar suicidas directamente? −volvió a preguntar Gansa.
−Los suicidas entrarán en juego en una fase posterior. En los trenes hemos descartado una acción directa, o sea, introduciéndonos entre los viajeros para depositar los explosivos durante el trayecto, porque no podemos arriesgarnos a múltiples contingencias que pudieran suceder. Imagínense una avería, una caída de electricidad, un accidente, una parada por causas mecánicas. Quedarían los hombres encerrados en la trampa mortal sin posibilidad de escape. La mejor opción es la colocación previa con temporizadores digitales −descartando otro sistema como los teléfonos móviles por su mayor imprecisión y la ausencia de cobertura en los túneles−, mucho más precisos y sin riesgo para la integridad física, así como de posibles identificaciones por testigos. No obstante, es preciso introducir pruebas falsas que deben ser colocadas, unas antes y otras después de las explosiones. Será la parte de la misión más complicada y arriesgada en la que utilizaremos nuestros mejores profesionales. 
−¿Qué explosivo se empleará? –preguntó Carnera.
−Teniendo en cuenta que cuando la gente se introduzca en los vagones no deben reparar en bultos sospechosos, el explosivo debe estar lo más camuflado posible y adosados en lugares no visibles como papeleras, altillos del portaequipajes y bajo los asientos. De ese modo, el que mejor se adapta y con mayor capacidad destructiva es el C-4. Será una explosión cronometrada a intervalos de milisegundos lo que nos ofrecerá la posibilidad de activarlas en los mismos apeaderos donde la afluencia de gente es masiva y las bajas, por tanto, cuantiosas. Igualmente, la carga explosiva se colocará de forma alternativa, debidamente estudiada por ingenieros para que su expansión afecte al mayor número.
−Nuestra intervención consistiría entonces en aparecer como los principales sospechosos ¿no es así? −insistió Carnera.
−Exacto. Ustedes atentan siempre antes de unas elecciones. En su punto de mira han estado los atentados con víctimas numerosas, y entre sus objetivos aparece frecuentemente la red ferroviaria. Técnicamente dominan los temporizadores a través de teléfonos móviles, y ese dato es conocido por las Fuerzas de Seguridad y el CNI. Deberán limitarse a dejarse ver antes y aparecer como los principales sospechosos. Primero, contactar con suministradores de explosivos utilizando algún enlace de confianza; segundo, desplegar a la luz pública un operativo con explosivos a gran escala; tercero, dejar entrever que van a hacer uso de mochilas-bomba accionadas por teléfonos móviles; cuarto, apuntar a la red ferroviaria. En definitiva, organizar una operación de desinformación, generar numerosos rumores de que se prepara algo gordo. Por supuesto, e insisto otra vez en este punto, ninguno de sus hombres deberá saber nada… ni del operativo conjunto, ni de lo que sucederá con posterioridad. El secreto es la clave para el éxito final.
−Estamos hablando de una acción a varias bandas: nosotros, los islamistas, gente de la red de drogas y explosivos −apuntó Gansa para que profundizara en el planteamiento.
−Deberemos ponernos de acuerdo en utilizar algunos cabezas de turcos de esas redes, que dejen el rastro suficiente para que los servicios de seguridad apunten a su participación. Pero lo primordial es que el día de los hechos todo el mundo dirija la mirada a ustedes, a ETA como autora. A continuación, nosotros nos encargaremos que aparezcan los islamistas. Se montará un traslado paralelo de explosivos, colocaremos mochilas en cuyo interior aparecerán móviles con tarjetas que apunten a los “cebos”. Tras la operación, aparecerán señuelos por las inmediaciones del lugar: una furgoneta con explosivos. Y si las mochilas fueran detonadas por los artificieros, colocaríamos otras en las inmediaciones con idéntico contenido. 
−Por lo que me está asegurando, tienen un control exhaustivo de los islamistas −dijo Carnera.
−La pista de la tarjeta de los móviles será fundamental. Tenemos gente introducida en los locutorios, negocios, asociaciones religiosas, mezquitas. Tenemos localizados colaboradores de Al Qaeda, que están vigilados por la Policía y el CNI, unos controlados, y otros incluidos en la red de confidentes y colaboradores policiales. Cuando tiren de las pistas dejadas como señuelos no les quedará más remedio que acusarles para tapar sus vergüenzas. Estamos seguros que el entramado funcionará porque piensan que Al Qaeda y ETA son radicalmente incompatibles porque funcionan de distinta forma, unos son suicidas y súper-religiosos, ustedes no; y que los yihadistas jamás echarían mano o colaborarían con gente que no fuera islamista. Con la confrontación posterior entre los defensores de la autoría de unos u otros. En ese momento, habremos ganado la partida.
Tras unos momentos de silencio, mientras el marroquí bebía té para reponerse, Gansa preguntó:
−¿Cuánto tiempo tenemos para pensárnoslo? −preguntó Tenera.
−Dense cuenta que la primera operación, en nuestro país, debe ser en mayo. Les rogaría que no más de una semana. 
−La verdad es que no tenemos mucho margen de maniobra −reconoció Carnera, como si estuviera pensando en voz alta−. Nuestra respuesta no puede ser otra que afirmativa sin tener que aguardar ese tiempo de espera −aseguró mirando a Carnera, que asintió.
−Me alegro −dijo Halim, visiblemente contento, y añadió−: Estaba seguro que llegaríamos a entendernos. Si les parece, he venido preparado con algunos nombres que podríamos utilizar de común acuerdo como cebo. Como les dije, debe estar implicado en la red del narcotráfico y explosivos, además de poder relacionarlo con los islamistas. Creo que el mejor de la lista es un antiguo espía de nuestros servicios secretos, Jamal Talibán. Un individuo inestable y poco disciplinado. Tuvimos que expulsarlo del Ejército porque descubrimos que era un agente doble, colaborador de los servicios secretos españoles, pero logró escapar. Ahora se muestra arrepentido y solicitó volver con nosotros, así que no tendríamos dificultad de hacernos con sus servicios. Conoce a varios de los vuestros, y trapichea con drogas y explosivos entre Madrid y el País Vasco. 
−Por cierto, Halim –dijo Gansa− querías decirnos algo de la Brigada Euskalherria. 
−Sí, es cierto, se me olvidaba. Mis hombres en la zona −en realidad, tres agentes infiltrados en el GICM− dicen que miembros del Ejército Islámico de Irak tienen localizados a agentes del CNI. He dispuesto que colaboren con ustedes por si pudiéramos golpearles.
−¡Excelente! –exclamó Carnera.
−Pensarán que se trata de nuestro “Omag” −dijo Gansa a un pensativo Carnera, una vez quedaron a solas en la casa de campo de la Bretaña francesa, donde el Frente Nacional de Liberación de Córcega-Unión de Combatientes (FLNC) los tenía a salvo de las últimas redadas policiales−. Una acción indiscriminada, sin aviso previo y exclusivamente sobre civiles. Hasta en Hipercor dimos advertencia…
−Lo que acaban de proponernos lo llevan pidiendo muchos de los nuestros: una acción espectacular como medida desesperada ante la falta de perspectivas políticas −agregó Carnera.
−¿Tú qué piensas, sinceramente? −preguntó Gansa.
−Tengo mis dudas. Lo que ocurre es que como estamos a punto de hincar las rodillas, si esta gente hace el trabajo sucio y, por encima, acabamos forzando la negociación con Madrid nos habrá tocado la lotería. Por otro lado pienso que quizás nos hayamos precipitado diciéndoles que sí tan pronto. ¿No has pensado la posibilidad que nos traicionen? 
−Como has dicho, en nuestra actual situación no nos queda más remedio que fiarnos. (...)


* TEORÍA DE LA DOBLE PRESIÓN O DE LAS CARGAS, PROPUGNADA POR EL ETARRA, IÑAKI DE JUANA CHAOS: “Si los integristas quisieran, los españoles echaban a correr de aquí en una semana, igual que echaron a correr del Sáhara”. Iliana Laos elaboró la teoría de la Doble Presión o Teoría de las Cargas, también llamada “Pinza Norte-Sur”, que estaba basado en la colaboración entre ETA y el integrismo islamista. 

En definitiva, existen pistas, más que suficientes, para imaginar que los servicios de inteligencia saben qué ocurrió, y la verdad no está demasiado alejada de lo que en su día, en la Comisión Parlamentaria creada al efecto, dijo el expresidente José María Aznar, sobre el atentado, cuya autoria estaba clara (responsables en desiertos remotos o montañas lejanas). La realidad es que, en la actualidad, ETA está en las instituciones democráticas, cobrando del erario público, a cambio de no matar... Eso es lo que han negociado con los gobiernos españoles del PP y del PSOE.