LA PROMOCIÓN DE TENIENTES
DE LA GUARDIA CIVIL DEL “TRES Y MEDIO”
Hay que ver
cómo han cambiado los tiempos. Ahora, cualquier aspirante que intente el
ingreso como guardia civil tiene, como poco, formación de bachiller superior.
Lo más normal es que casi todos los jóvenes que lo intenten posean estudios
universitarios en sus curriculums.
Qué
recuerdos nos traen a todos el paso por las Academias. Mi promoción fue
inusual. Echo la vista atrás un poco antes de abordar el contenido que da pie
al título.
Con rostro
de corderos degollados −y dejando al margen los más sensatos que, nada más ver
el patio de armas, dieron media vuelta y se marcharon al ver tan lamentable
espectáculo−, alrededor de ochocientos guardias-alumnos ingresamos en
septiembre de 1981 (Promoción 81).
Un dato
curioso: permanecimos más de dos semanas sin hacer nada, paseando por la
Academia, sesteando en las camaretas, visitando el bar. No nos proporcionaban
uniforme, no nos informaban de nada, no existían horarios. Eso sí, encerrados
en el cuartel. Esperábamos no sabíamos bien qué. Nadie daba ninguna explicación
a tan singular modo de existencia en una Academia de la Guardia Civil. ¡Menudo
chollo! −decían algunos−, si vivimos como reyes, sin dar palo al agua.
Pero los
comentarios de un sargento aquí, un teniente allá y otro capitán acullá, nos
hacía sospechar a algunos que aquello no era normal: “Si pensáis que esto es la vida académica, estáis muy equivocados”.
Efectivamente, una vez solucionado el asunto político al que me referiré a
continuación, nos dimos cuenta realmente dónde nos habíamos metido.
¿Qué
ocurrió? Pues los que, al cabo de los años, indagamos sobre el particular con
curiosidad, nos enteramos de lo sucedido: estaba muy reciente el golpe de
estado del teniente coronel Tejero –febrero de 1981−, y el presidente del
gobierno, Leopoldo Calvo Sotelo, quería suprimir la Guardia Civil. Así, sin
más. Dar carpetazo a la Institución creada en 1844. Así que todo lo relacionado
con el Cuerpo estaba en un impás de incertidumbre, y respecto a la Academia de
Guardias, pues no sabían qué hacer con nosotros.
Lo que voy
a contar pocos lo saben. Mira por dónde el que “salvó a la Guardia Civil” de no
ser, desde entonces, un cuerpo civil, unificado con la Policía Nacional, fueron
“!los catalanes!”. Mentira, diréis algunos. Pero si no pueden ni ver a la
Guardia Civil, y además son separatistas. Pues no, ésa fue la cruda realidad.
Los catalanes del grupo Convergencia i Unió, y más concretamente el diputado
Miquel Roca, convenció finalmente al Presidente del Gobierno de España que la
Guardia Civil debía permanecer como estaba. Por aquel entonces, parece ser que
los catalanes aún tenían en estima al Cuerpo. Yo creo que más bien sabían, como
excelentes peseteros, que la Guardia Civil era un cuerpo barato y eficiente a pesar
de todo.
Acto
seguido, la Academia se puso en marcha. No es mi propósito contar batallitas de
abuelote cincuentón. Lo que acontecía en el quehacer diario de un
guardia-alumno, bien lo saben todos los que hemos formado parte del Cuerpo. Mientras
el comandante arengaba a diario para que compráramos su libro (“Diario de un
Guardia-Alumno”), particularmente, desde la perspectiva del tiempo, no puedo
más que lamentar las deplorables y miserables condiciones humanas a la que nos
sometían. Las humillaciones, las vejaciones y las degradaciones eran constantes.
Lamento de los que no piensen como yo, aunque lo respeto. Que conste que siento
un respeto inmenso por el Cuerpo, más concretamente, por las “personas” que han
pertenecido al mismo. El entrecomillado es para distinguirlo de ciertos
“Mandos” o superiores jerárquicos, como se prefiera, que no llegaron nunca a
ser personas.
Vaya
tiempos los de la Academia, ¿eh? Lo de menos era aprender algo o formarse como
agente del orden, pero ¡ay del que no supiera formar, saludar correctamente o
hacer bien la instrucción militar! Todo bastante alejado de conceptos como el
honor, la disciplina, el amor al servicio y a España, etc., en mi opinión
puestos a la altura del betún por quienes ostentaban la jerarquía de unos galones
o estrellas que, −imagino que debían pensar, se los habían colocado por
designio divino−.
En fin, yo
quería contar la historia de alguien, de una de esas “personas”, que también
tenía la cualidad de “Mando”.
Jamás
olvidaré aquél brigada de Úbeda. Qué buena persona era, y por eso recuerdo su
historia con simpatía y cariño. El suboficial, del cual no recuerdo su nombre
(miento), era uno de los pocos que no acostumbraba a hacer nuestra existencia
miserable, ya que no arrestaba por sistema a los que andábamos corriendo por
aquellos patios de cemento, escondiéndonos de ellos (esos Mandos) asustados
como conejos a todas horas, intentando no ser cazado ni arrestado por cualquier
parida. No sé si alguno de la promoción
recuerda el nombre de aquel cabo que nos tocó padecer (también miento,
porque lo sé). Acostumbraba a decir: “!Ven
chico, dame tu número, que te voy ahorrar mil pesetas!”.
El brigada,
que se defendía mal con la palabra −y aún peor con la escritura−, no sabían
bien dónde destinarlo los Jefes en la Academia, y no vieron mejor salida que
ponerlo al frente de aquellas clases donde, en un circuito de arena polvoriento
acorde a las instalaciones degradantes donde tuvimos que permanecer seis meses,
se daba vueltas con bicicletas y motocicletas, todas cascadas y hechas ruinas.
Sí, aún en 1981 había caballos y bicicletas. Los caballos no estaban en mejor
estado que las bicicletas y motos a las que me refiero. Me dio cierta pena
saber que, a los pocos años, los sacrificaron. Creo que algunos de aquellos caballos
estaban a más nivel que algunos “Mandos”.
En fin, a
propósito de la excelente preparación cultural a la que acuden hoy día los
aspirantes a cualquier Academia de la Guardia Civil, me vino a la mente
escribir sobre la que llamaré la historia del oficial “Fulanito” de la promoción
del “tres y medio”.
La pregunta
es obvia: si apenas sabía leer ni escribir, ¿cómo era posible que hubiese
llegado tan siquiera a suboficial?
El brigada
“Fulanito” acudía casi a diario a mi clase, al objeto de entrevistarse con uno
de nuestros compañeros, a la sazón, nombrado jefe de la clase. Resultaba que el
compañero, hijo de un general destinado en la Dirección, era arquitecto.
Increíble, pero cierto en aquellos tiempos. Supongo que para la familia del
compañero no era plato de buen gusto. El pobre, por cierto, también buena
persona donde las haya, con su marchamo de licenciado universitario se había
propuesto sacar el número uno de la promoción para ganarse su plaza en Madrid.
Un inciso: sólo el número uno de la promoción podía pedir el destino que
quisiera (al final, lo consiguió con todo merecimiento, dicho sea de paso).
Cuando le
preguntamos por tan asidua visita del brigada a entrevistarse con él, nos
enteramos de que el suboficial estaba pendiente de su ascenso a teniente. ¿Su
ascenso? –Preguntamos con sorpresa, pues a nadie escapaba la escasa preparación
del hombre-. Sí, respondió el arquitecto-guardia. “Su ascenso a teniente, porque aprobó en una promoción en la que no
había suboficiales suficientes para cubrir las plazas por antigüedad, así que
tuvieron que rebajar la nota de ingreso, hasta los que sacaron 3 y medio”.
Uno de ellos era nuestro brigada motorizado. “No hace más que decirme que le diga a mi padre cuándo va a salir
publicado su ascenso en el Boletín Oficial del Cuerpo” –apuntó el
arquitecto.
¿Y cómo
demonios habrá podido llegar ese hombre a retirarse de capitán? –otro inciso,
en la época raro es el llegaba a teniente y no ascendía a capitán, pues era
ascenso automático por antigüedad-.
Como seis meses
de Academia dan para mucho, al final acabé enterándome de su historia. Esas
cosas por las que uno siente curiosidad.
Hijo y
nieto de campesinos, Fulanito a duras penas había logrado ingresar en la
Guardia Civil a mediados de los sesenta, porque le costaba horrores aprenderse
las cuatro reglas, y sobre todo su particular calvario era la redacción, o sea el
dictado. Le tenía verdadero pánico. Cierto día se le escapó que todavía le
costaba trabajo escribir la celebérrima frase: “Ahí, hay un hombre que dice ¡ay!”.
El padre de
Fulanito, que no tuvo dinero para darle escuela, fue feliz cuando su hijo
ingresó en la Guardia Civil. No paraba de insistirle: “En el campo, el jornal es de una peseta diaria, y en la Guardia Civil,
te dan un duro al día”. Su hijo, el del medio de ocho, había triunfado.
Fulanito,
hombre afable, gustaba de conversar incluso con los alumnos. Se quejaba últimamente
que los otros suboficiales no le daban apenas conversación –todos sabíamos que
porque dentro de poco se convertiría en oficial y había que ir guardando las
distancias, pues cuando se asciende, no se sabe bien por qué, la mayoría se
transforma en seres superiores: los “Mandos”−. Con toda sinceridad, esos casos
habría que ser estudiados con profundidad en Psicología.
Siete de la
tarde, mediados de noviembre de 1972. “¡Me
cago en la madre que parió al cabo!”. El guardia segundo “Fulanito”, de
treinta y pocos años, estaba destinado en un puesto perdido de la geografía extremeña.
Ese día estaba muy cabreado con su cabo comandante de puesto, quien tras un
servicio ininterrumpido de veinticuatro horas de “puertas”, no le dio permiso
para llevar aquella tarde a su mujer embarazada al médico, y eso que ya hacía
una semana que había salido de cuentas.
El niño
estaba a punto de nacer y otra vez le iba a tocar a la pobre parir en la
casa-cuartel, −sin agua corriente y un water comunitario para los guardias y
sus familias, a excepción del comandante de puesto− como su primer hijo, que ya
había cumplido cuatro años. Las demás mujeres de guardias harían de nuevo de
comadronas, como venía siendo habitual. Eso sí, siempre y cuando la mujer del
cabo diese su consentimiento, que para eso mandaba también.
Cada vez
que el cabo nombraba el servicio para el día siguiente, sobre las ocho de la tarde,
siempre bajaba a la oficina “la caba”
–que eran como la llamaban- para supervisar en persona el cuadrante, ya que ella
debía dar su visto bueno, no sea que tuviera que ir a la compra con determinada
“compañera” con la que hacía buenas migas, y comprobar que al esposo de esa
última había que dejarle libre, o bien había que escarmentar a algún guardia
cuyo hijo se había peleado con el suyo, por lo que habría que nombrarle otro
servicio de noche, “para que se fastidie,
y sepa que a mi hijo no le pone la manos encima el suyo”. La disciplina hay
muchas formas de ejercerla. La mejor, con el cuadrante de servicio. Porque
quien mandaba realmente en el Puesto, era la
caba, y ¡ay del guardia o alguna de sus mujeres que le llevase la contraria
o le cayese mal!, pues hasta que el cabo no corregía al marido, no paraba de
insistir.
Desde los
cinco meses del embarazo, Fulanito y su esposa no habían vuelto a visitar al
médico. Ya había anochecido y Fulanito estaba temblando, más por el frío que
por el insistente pensamiento del inminente nacimiento de su hijo. Y es que
había que ver el frío que hacía en aquel maldito monte que le habían asignado
de apostadero fijo, del cual “no podía
moverse sin excusa ni pretexto”, pues eso lo decía bien claro la papeleta de
servicio. No había siquiera un montículo donde guarecerse del viento gélido que
le azotaba el rostro y el cuerpo entero. Y la capa, aunque acogedora, no podía
con todo ese frío y viento.
“El hijo de puta de Benítez me tiene manía” −pensaba
una y otra vez Fulanito−. Aburrido, no hacía más que pensar en su mujer y en el
futuro de su familia. “En cuanto pueda,
pido traslado al puesto de Herrera, que tiene colegio para los críos. Y de ahí
no me muevo hasta la jubilación. Además, así no le veré más la cara a ese
mamarracho y su mujer”.
Durante la época
eran frecuentes las cacerías de Franco, con su séquito de hombres poderosos del
Régimen, alrededor de la afición del Jefe de Estado. Cada vez que se producía
una montería/cacería, los guardias de los puestos limítrofes quedaban
movilizados y diseminados por los montes, desde veinticuatro horas antes del
evento, sin más equipamiento que sus capas, pistola, mosquetón y la comida y
agua que pudieran acarrear en las fiambreras (por aquel entonces, no existían
radioteléfonos).
No quiero
ni imaginarme el frío y el hambre que debían padecer durante aquellos eventos
cinegéticos, y la cantidad de veces que se acordarían de la familia de Franco y
sus amigos. Ese día, sin embargo, Fulanito se acordaba más de la familia de su
cabo.
El
gobernador civil de cierta capital de provincia alejada del centro, quería
ascender en el escalafón particular de los “gobernadores”. No tenía demasiada
pasión por la caza, pero se apuntó a todas las que pudo desde que supo que
Franco admiraba a quienes abatían buenas piezas, sobre todo algún jabalí o
corzo de gran tamaño, y que esa circunstancia era incluso recompensada por el
dictador con mejores puestos. Y él era aún muy joven, con un gran porvenir por
delante.
Gobernador
civil prometedor se había casado con una joven de buena familia, hija de
determinado embajador influyente. Su padre se retiró de coronel, y tanto este
último como su suegro tenían depositadas grandes esperanzas en él. Aunque lo
habían eximido del servicio militar para no entorpecer su carrera, gobernador demostraría
sus cualidades como hombre, pues gracias a su padre sabía de sobras cuán
apreciados eran el valor y la osadía por los jefes militares, y sobre todo por
el caudillo.
Llevaba
cinco años en su actual destino, pero quería ir cerca de la zona de influencia
del poder, es decir, Madrid. “Si pudiera
ir a Segovia o Toledo”. Ambicioso, quería a toda costa regalarle a Franco
una gran cabeza de corzo o jabalí que adornara alguna de las salas de El Pardo.
La cacería
había comenzado e las cinco de la mañana. Un día excelente para la caza, según
los expertos. Aunque los ojeadores habían advertido a los cazadores que no
debían alejarse de determinados lugares, y mucho menos separarse del grupo
asignado, mucho menos ir solos, el gobernador hizo caso omiso. “Seguro que si me alejo un poco podré
conseguir una buena captura”. Sin que nadie sospechara, se apartó
discretamente de la compañía de los demás.
Bien
arropado con sus botas de cuero y abrigo largo de piel, divisó un buen sitio,
donde confluían determinados caminos por los que, pensó, acudiría pronto una
buena pieza. Se apostó, miró un momento el cielo limpio de nubes, y soñó con su
inminente ascenso. Las siete y media de la mañana. Un trago de coñac para
combatir el frío.
La suerte
del principiante. Al cabo de unos pocos minutos, apareció un corzo, altivo con
su cornamenta, un macho magnífico, de casi treinta kilos. “Excelente; aquí tengo mi ansiado ascenso”. Pero la mala suerte del
inexperto cazador le jugó una mala pasada. Al proceder a acomodarse la
escopeta, olvidó que no había accionado el seguro. Acabó pegándose un tiro en
un pie. Y estaba solo. No había nadie alrededor para auxiliarlo.
La herida
no era mortal de por sí, pero impeditiva, puesto que se había amputado varios
dedos. Tras aullar de dolor y colocarse como pudo un torniquete a la altura del
tobillo, intentó ponerse en pie, ayudándose como muleta con su propia escopeta.
Pero el dolor era insoportable, y acabó perdiendo el equilibrio, cayendo de
nuevo. Si no recibía auxilio, podía morir desangrado. Su único consuelo era la
botellita de coñac, que pronto la acabó para mitigar el suplicio de aquellos
punzamientos que, como puñales, recorrían su sistema nervioso.
Las horas
transcurrían sin cesar y por allí no pasaba nadie, ni un alma, ni siquiera
animal. No sabe cuántas veces gritó pidiendo auxilio. Durante horas que se le
hicieron interminables no cejó de vociferar demandando ayuda. Pero estaba
demasiado alejado del resto; además, el fuerte viento hacía difícil que sus
voces llegaran audibles a cierta distancia. Un sudor helado empezó a recorrerle
la espalda, y eso que el frío era intenso. “Maldito
dolor, ¿esto es lo que sentirán los animales cuando no mueren en el acto?”
–pensó por un instante.
La herida
no paraba de manar sangre. La última vez que miró el reloj eran las cuatro de
la tarde. Se lamentó de su mala suerte, y aunque el riesgo de morir era
evidente, lo que se le vino a la mente fue la vergüenza que pasaría la familia
por su torpeza. Se acordó de su joven esposa, con la que apenas llevaba casado
seis meses. Ella también se avergonzaría de él, y cuántas veces se lo espetó: “Si ni siquiera has ido a la mili, ni te
gusta la caza”. Llevaba razón.
Ensimismado
en sus pensamientos, un agudo dolor le recorrió la espina dorsal, y esta vez perdió
el conocimiento.
A las ocho
menos cuarto, cuando más apretaba el frío, a Fulanito le entró retortijones de
barriga. “Me cago en todo; y no hay ni un
puto arbusto donde esconderme”.
Se acordó
de la última vez que dijo que iba a hacer de vientre estando de servicio. Estaba
de correrías, como auxiliar de pareja con el guardia Sánchez, ya que este
último era más antiguo, de una promoción anterior. Desde aquél día no se
dirigían la palabra, porque Sánchez había dado parte de él cuando tardó más de
cinco minutos en salir del bar de comer el bocadillo. Tenían diez minutos para
almorzar, según la papeleta, y ese día Fulanito tardó cinco minutos más porque
le dijo al jefe de pareja que tuvo que entrar al servicio.
Pero la
verdad fue que esos cinco minutos de tardanza los utilizó conversando con Julia,
la camarera, que estaba de muy buen ver. A pesar de estar casado, a Fulanito le
gustaban las mujeres, y esa chica tenía un trasero y unas tetas de infarto.
Sánchez no
le dijo nada al principio, pero al llegar al cuartel dio parte de Fulanito, que
no acababa de creérselo, y fue arrestado con un mes por el cabo. Cuando le
preguntó a Sánchez por qué había dado parte, le respondió que “las ordenanzas
son las ordenanzas”.
Mentira, los
dos sabían que esa chica detestaba a Sánchez, un solterón gordo y feo, y porque
no hacía más que insinuarse a Julia, quien no le hacía ni caso. Sánchez no
soportaba que sus compañeros la miraran y tontearan con ella. Eso fue todo.
Fulanito tuvo
que ausentarse del apostadero para ir a hacer sus necesidades. “Anda, que si viene ahora el teniente a
vigilar y no me ve. Otro arresto al canto”. Era de noche casi cerrada, y
los montes de al lado estaban lejos. “Me
importa un rábano si me corrigen, pero no voy a cagar en medio de la explanada”.
Así que se alejó de su lugar de servicio unos cientos de metros. Antes de
quitarse el uniforme y agacharse, comprobó que había un bulto, parecía a cierta
distancia un jabalí. Asustado, apuntó con el mosquetón. Pero el bulto no se
movía. Se fue acercando poco a poco, hasta que vio que se trataba de una
persona desmayada. Un gran charco de sangre aparecía junto a un pie. Le tocó y
aún estaba caliente. Podía seguir vivo. Aún así, como sus ganas de cargar no
había desaparecido, no tuvo más remedio que hacerlo antes de prestar ayuda a
aquel individuo. Eso sí, se separó cuanto pudo del lugar.
Apareció un
ángel salvador para el gobernador. “Fulanito” no era demasiado listo, pero sí
fuerte como un toro. Cargó a lomos con el herido. El gobernador estaba
adormilado, y no fue consciente durante el trayecto que estaba siendo acarreado
a lomos de un guardia hasta que se lo contaron, cuando despertó
semi-inconsciente en la cama de una casa de campo.
Fulanito
logró transportarlo hasta una casa de labriegos, donde el patrón cogió un
caballo y fue en busca del médico más próximo. Fulanito estaba exhausto. Feliz
de haber hecho todo lo posible por ayudar a aquel hombre. Sabía que sería
alguien importante, y por consiguiente, el servicio le reportaría algo positivo,
pero en lo que pensaba más era en si su hijo habría nacido mientras tanto.
Gracias a
Fulanito, el gobernador salvó la vida. Cuando el guardia llegó al cuartel, a
las cinco de la mañana del día siguiente, el segundo hijo de Fulanito, otro
varón, había nacido sano y salvo, gracias también a la ayuda de las
“comadronas”.
Consecuencias
para el gobernador: olvidarse de ascensos durante unos pocos años. Al cabo de
seis meses, cuando se restableció, escribió una carta de agradecimiento al
Director General de la Guardia Civil. No lo hizo al guardia, no sea que
pensaran que se rebajaba dándole las gracias a tan poca cosa.
Fue el propio
caudillo quien ordenó, además por escrito, al general de la zona de la Guardia
Civil que al guardia lo ascendieran inmediatamente y lo condecoraran. Consecuencias
para Fulanito: condecoraciones, y ascensos por Real Decreto al empleo de cabo y,
al cabo de otros tres años, también a sargento.
Jamás
olvidó Fulanito la cara de envidia de su cabo, de “la caba” –que tampoco tragaba a su mujer- y del guardia Sánchez
cuando llegaron las órdenes desde Madrid. A Fulanito le había sonreído el
destino en forma de gobernador, cazador inexperto.
Cuando ascendió a Cabo le ofrecieron el
destino que quisiera, pidiendo plaza en la comandancia de Badajoz, para así
estar en la capital, donde no tuviera problema ni con el colegio de sus hijos,
ni con las letrinas comunes de su antigua casa-cuartel. Ahora su pabellón era
individual, con acceso a luz, agua corriente y saneamiento. Además, los
correctivos desaparecieron de su hoja de servicios y pasó a estar bien visto
desde entonces por los Jefes.
Con el
tiempo, intentó el ascenso a oficial, pero no había manera de aprobar. Pero,
mira por dónde, en el último intento que le quedaba, apareció la promoción del “tres y medio”. Cosas de la vida. Máxima
pensión de Clases Pasivas y retiro de capitán.
No sé qué
habrá sido de aquel buen hombre. Fulanito no tenía estudios, pero demostró ser
una buena persona, y un buen “Mando”. No sé tampoco siquiera si llegara a leer
estas páginas, pero donde quiera que esté, le deseo lo mejor. Y es que, las
buenas personas dejan siempre buenos recuerdos donde quieran que hayan estado.
La
diferencia estriba en tantos cabos, suboficiales, oficiales y jefes que veían –y
ven- a los de abajo como simples “piezas de caza”. A esos “mandos”, que se
cuiden que no les pase como al gobernador civil, inexperto cazador.
Labor encomiable
la de la AUGC.
Un saludo a
todos y ¡viva la Guardia Civil!